haciendo memoria
Cuando por fin desaparecemos empieza en la mirada ajena nuestra existencia más feliz. Esta mañana, camino del metro iba charlando con mi propia voz. Hace días que soy una persona extraña, que me cuesta reconocerme. Un sonido agudo invade mis tímpanos y una brisa inoportuna me despierta a cada sueño. Esta mañana pensaba en qué podía ser.
Ese hombre se deshizo en palabras: bondadoso, alegre, sincero, amable, social, bromista...
Hace un año y un par de días mis labios se sellaban con lágrimas agridulces de resentimiento y dolor. Minutos antes escogía las melodías que nos despedirían de él para siempre. Tan solo unas horas antes apretaba su mano contra mi cara y me decía al son del último aliento que no me preocupara, que nos quería mucho y que no iba a pasar nada. Cuidaos, decía. Cuídalas mucho.
Esta mañana miraba a la gente y recordaba algunas de sus palabras, su voz y sus gestos. Sonreía al vernos preocupados por su enfermedad y susurraba que ya le habíamos dado en vida todo lo que un hombre podía recibir de las personas que quiere. Que había vivido el día a día de su propia familia, con problemas pero también con sus buenos momentos, y que había visto crecer a su hija, y a sus nietos. No pedía ni esperaba nada más y se fue.
Unos años antes, en plena adolescencia, mi bisabuelo también tomó su camino. Entonces se suponía que yo y mi hermano éramos demasiado pequeños para conocer a la muerte así que se llevó con la máxima discreción. Cuando fuimos al entierro mi rostro no cambió y tuvieron que pasar un par o tres de años para poder escribir lo que sentí en esos días y en ese adiós.
Esta vez me prometí que sería distinto. En un arrebato de racionalidad incluso me propuse escribir qué pensaba y sentía sobre él para que mis sentimientos no enmudecieran en el momento menos oportuno. Para poder callar las palabras de ese cura, que en un esfuerzo por cumplir con su trabajo, inventa relatos sobre vidas que no conoce vistiendo a personas con nombre propio de multitud. Todos somos buenos. Qué suerte...
Es cierto, no conseguí decir abrir la boca, y aunque mis ojos sí hablaron, me sentí mal por ello también. Hoy, a pocas horas de mi último y más importante derrota recuerdo su olor, sus manos, su mirada perdida y esas ansias de volar que sólo un prisionero de su propio cuerpo puede dar.
Hace un año no entendí las palabras de mi abuelo. Esa resignación a lo inevitable. Tenía razón. En vida tuvimos lo que la mayoría de la gente inventa en recuerdos de los seres queridos.